Se había
preparado especialmente para este invierno. Había ubicado un espacio protegido
del viento. Se había procurado unos
guantes de lana, a los que les había cortado los dedos para que no se dañaran
prontamente en la búsqueda de su sustento
diario y contaba con la compañía de “Pelo” y “Pucho”; dos canes compañeros de
hambrunas contra los que se acurrucaría durante las noches más crueles.
Sus
períodos la habían sorprendido con la misma frecuencia que esas extrañas
sensaciones sobre la zona púbica.
Explorándose había comenzado a descubrir el placer y con este la
tendencia a buscar y admirar a los muchachos. Especialmente a uno que pasaba
todas las mañanas a primera hora y que
perdía de vista cuando se hundía en el ingreso a la estación de subtes. Era alto, morocho. Aún a distancia había descubierto unos ojos
almendrados, brillosos. Caminaba
erguido, medio escondido detrás de bufandas y sobretodo.
Había
comenzado a esforzarse por mantenerse aseada.
Con el cabello más o menos peinado, vestía las mejores prendas que había
podido rescatar.
Tenía,
ahora, un nuevo motivo para esperar cada amanecer. Verlo, volver a descubrirlo, mirarlo,
seguirlo, desearlo…
Cada día
intentaba aproximarse un poquito más. Sólo esperaba que, en algún momento y por
algún motivo el la viera.
Así
sucedió, o se había acercado demasiado o por otro motivo él había volteado y la
miraba. Paralizada observó como se
quitaba su guante, introducía la mano en el bolsillo y extendía su brazo para
alcanzarle unas monedas… Recibir sin pedir fue suficiente para comprender y
saber cual era la condición que la condenaba…
Peregrino