Por aquellos tiempos las barras del barrio eran un
mosaico de nacionalidades, en la nuestra, tal como en el resto; no faltaban “el
tano”, “el gallego” y “el ruso”. En este
caso yo era el nativo. Simplemente me
conocían por el apodo “Zoquete” (por lo cortito).
La principal diversión era el fútbol de potrero. Con algo de esfuerzo habíamos logrado comprar
unas remeras a las que le hicimos coser unas cintas azules (nunca falta una
abuela costurera) y hasta le pusimos nombre al equipo “C.A.D.A”. Club atlético
Deportivo Argentino. Porque si teníamos
un equipo de fútbol también teníamos un club ¿o no?
Casi pisando la adolescencia las actividades empezaron
a cambiar. Las hormonas nos acosaban y,
realmente, no nos dejaban descansar en paz.
Habíamos comenzado a salir por las noches, y si bien nos alentábamos
mutuamente, no lográbamos concretar nada.
Quizá nos veían muy chicos, ¡a pesar que ya nos afeitábamos casi una vez
por semana!
La solución pareció aparecer a través de Armando (el
ruso). El había empezado a trabajar en
el taller del hermano en Pompeya y, según nos confió secretamente, había
conocido a una chica que conocía a otras chicas, y que parecía que eran medio
“combatientes” y que si podía nos iba a ayudar arreglando una salida. Imagínense, nos empezamos a hacer la película
y como éramos cuatro, los delirios iban creciendo en espiral. Es que la imaginación daba para cualquier
cosa y el que tenía la mejor creación era el más “piola” porque esos delirios
entre nosotros no eran más que realidades posibles no tan difíciles de
concretar.
No recuerdo exactamente cuando nos dijo que lo había
logrado. Lo que sí se es que nos lo
comentó un domingo y el encuentro sería el sábado de la próxima semana. Fue a Enrique (el tano) a quien se le ocurrió
que teníamos que llevar profilácticos ¡como es que ninguno de los otros se
había dado cuenta…! Había que ir preparados.
Claro, ahora el tema era quien los iba a comprar y donde… Por suerte
Jito (el gallego), dijo saber que en el kiosco del viejo “olorapatas” (sí,
lástima que por este medio no puedo hacerles llegar el aroma para que lo
experimenten) pero el negocio tenía el apodo bien ganado.
Ubicado el lugar faltaba el candidato: ¿quién los
compraría? Nadie quería hacerse cargo y,
por supuesto, cuando nadie quiere todos van… Así que así cumplimos nuestra
primera experiencia comercial casi sexual.
Todavía tengo en mi mente la imagen sorprendida del anciano y también la
forma en que se estiraba sobre el armario para agarrar la caja, que por
supuesto no estaba en exhibición.
Con las mejores ropas, bañados, perfumados y
“equipados” emprendimos la travesía. Sí,
bien digo, la travesía porque hacer ese viaje en los desvencijados micros de la
“verde” rebotando por las calles adoquinadas era eso. No obstante, el entusiasmo podía más, y no
dejábamos de delirar imaginando lo bien que nos podría ir.
Bajamos después del puente de Pompeya, casi frente al
restaurant “La blanqueda” donde almorzaba Armando.
-Es aquí cerca, quedamos en encontrarnos en la otra
esquina.
Y allí fuimos acelerando los pasos y agudizando la
vista. Cuando llegamos a la esquina el
ruso nos dijo que era allí y sacó un lápiz de su bolsillo, lo quebró en cuatro
partes y nos dijo.
-Tomen muchachos: una mina para cada uno…
Creo que las puteadas estuvieron en la punta de
nuestras lenguas, pero; creo también que el ingenio de este atorrante nos había
sorprendido tanto que, recordando inmediatamente que solíamos gastarnos bromas,
reconocimos que nos había superado a todos…..
Peregrino