Vivía,
apaciblemente, en una antigua casona con sus padres y abuelos. Se molestó
cuando aparecieron los nuevos vecinos. ¡Le habían ocupado el terreno que le
permitía cortar camino cada vez que la mandaban a comprar!
El enojo duró
poco, era un hecho irreversible como para hacer berrinches por ello, además
tenían un hijo varón de su edad, apenas siete; que más allá de ser bonito era
suficientemente amigable y simpático...
Pronto
compartieron mañanas, juegos y almuerzos, hasta que sucedió lo que jamás debió
haber pasado: Sin saber exactamente porque, bueno, sin querer reconocerlo;
Olguita aceleró por demás el nuevo patrullero a fricción que le habían regalado
a su amigo destruyendo por completo el mecanismo. La respuesta no se hizo
esperar:
–¿Qué hiciste?
¡Sos una gorda! ¡Sos una gorda pecosa!
La frase le
atravesó el alma y quedó finalmente tatuada, con formato de daga, en su
inconsciente.
Poco después
Olguita dejaba el barrio. Los padres habían comprado una hostería en un
pueblito serrano al norte de Córdoba, irían en busca de nuevos horizontes. El
distanciamiento no fue suficiente para borrar la sed de venganza. Solía
despertarse, sobresaltada, elucubrando las formas más crueles con las que
tomaría revancha.
Mientras tanto,
los años fueron modelando la figura de esta bella hija de ucranianos. Las pecas
se habían suavizado hasta ser pinceladas de color sobre sus mejillas. Ahora era
delgada, lucía una larga cabellera rubia hasta la cintura y dos poderosos y
casi hipnóticos ojos azules.
Años más tarde,
el fracaso del emprendimiento familiar determinaría el regreso a la casa de sus
abuelos. Volvía estrenando sus dieciséis años.
Luego de
instalarse en su vieja habitación se dirigió de inmediato a saludar a su
vecino. Tocó a la puerta y cuando asomó, recargando en la expresión toda la
sensualidad que le era posible; le dijo:
–Soy Olguita...
¿no me conoces?
Impactado por
la figura solo alcanzó a responder un tímido y balbuceante:
–Sí, claro...
Olguita...43
Había dado el
primer paso, ahora iría recreando las condiciones para cumplir con su cometido,
sabía bien lo que quería; lo mejor estaba por venir. ¡Ya vería este quien era
esta gorda pecosa...!
Paciente y
puntillosamente fue tejiendo la telaraña que lo atraparía definitivamente, una
vez allí ejecutaría la venganza.
Iba a ser
cruel, tan cruel como sonaba, aún, esa dolorosa frase en su mente. Iría directo
a su ego, a pegar donde más duele, a generar un recuerdo imborrable...
Y así fue, en
su casa, en ausencia de sus padres, en el lugar previamente calculado y
delicadamente ambientado. Se sentó junto a él en el amplio sofá rozando todo su
costado, le habló suavemente, aproximando sus labios, mientras lo impregnaba
de encanto y ternura. Fue despacio y tranquila, segura de poder dominarse hasta
lograr el momento en donde debería tomar revancha menospreciando su hombría con
una frase que ya había pensado hacía mucho tiempo...
Todo iba según
lo había calculado, hasta que él la abrazó, y acercándola a su rostro le
susurró suavemente al oído:
–Mi gordita, mi
dulce y pecosita gordi...
Una frase que,
pronunciada de esta manera, lograría transformar maravillosa y mágicamente
odio y rencor en éxtasis... un prolongado y gratificador éxtasis...
Peregrino
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