Otra
vez el invierno se abatía cruelmente sobre ella, cada día era un desafío de
subsistencia; no conocía la rutina. Procuraba
cartones para protegerse mejor durante la noche, no era fácil, ahora que mucha más gente vivía de
recolectarlos. Sabía que los mejores
refugios eran las estaciones de subtes
pero no soportaba pensar que quedaría
encerrada toda la noche.
Lo
descubrió durante una mañana muy fría, aquellas donde los huesos te hacen saber hasta
donde llega la temperatura. Estaba acurrucado
entre dos perros, se cruzaron las miradas e inmediatamente se entrelazaron en
un dialogo sin palabras, fue suficiente para entablar una relación de
aventuras. Desgarbado, procuraba achicar
los dedos de sus pies para que no escapen por los agujeros del calzado. De
todas maneras, a los ojos de Ramona, su compañero lucia como un príncipe…
En
sus códigos, las presentaciones se resumían a conocer sus nombres. Así supo que
se llamaba Martín. Cuando fue su turno, un súbito impulso femenino la llevó a hacerse
llamar Laura. Se unieron en su primer
necesidad: Procurar alimento, sobre todo algo caliente.
Miraban
a través de los vidrios a aquellos parroquianos sentados en las mesas de los
bares disfrutando de desayunos fuera de su alcance. Contaron sus monedas y concluyeron que, con
lo que tenían, podrían compartir un café
con leche y una media luna.
Ingresaron
al bar y eligieron la mesa del rincón, aquella que les evitaran esas miradas
que los escrutaban como si fueran seres de otra especie.
Pendientes
de sillas desproporcionadas, los piececillos de ambos bailaban al compás de su
enorme alegría.
La
taza iba y venía cuidando copiar la
prolongación del sorbo de su compañero. Disfrutaron de la bebida, pero la
medialuna seguía allí, a la espera que uno de ellos se atreviera a repartirla. Ramona (Laura), le ofrecía a su compañero que
lo hiciera y este, gentilmente, le devolvía el pedido.
Cuando
Martín optó por tomarla, ella se convenció que el hambre había podido más, en tanto; le clavaba la mirada siguiendo el
desplazamiento de las manos sobre la factura para controlar que el corte fuera
justo.
Contuvo
el grito de queja, porque veía con dolor que las manos de su compañero no
hacían un corte equitativo; en el
preciso instante que recibía, generosamente, el trozo más grande… Devolvió el
gesto y, así, el juego del reparto se prolongó, casi infinitamente, hasta la
última miguita.
Sin
saberlo, habían comenzado a descubrir
que compartir era mucho más que repartir…
Peregrino
Muy bueno!!! Felicitaciones-
ResponderEliminar¡Gracias Leo, gracias por pasar. Abrazo!
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPeregrino, amigo, me has llenado de ternura con la lectura de este estupendo relato. Por el tema que trata, la mendicidad y la necesidad que tienen dos personas de compartir y estar acompañados en terrible circunstancia. Está lleno de detalles minuciosos y de tiempo detenido. Me ha encantado. Muchas gracias. Lo comparto en Google.
ResponderEliminarUn abrazo.
Sete.
Gracias Setefilla, no es el primero en esta línea y parte de la visión de una chiquilla de ocho o nueve años que vi en el subte de Buenos Aires. Un abrazo
EliminarCuando el Amor supera todas las miserias y te hace aprender otra palabra maravillosa: Compartir ¡Muy hermoso!!!!
ResponderEliminarGracias por pasar "Anónima" y sí, creo que compartir es uno de los pilares del amor. Gran abrazo
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